La iglesia del Nuevo Testamento

La iglesia de los tiempos del Nuevo Testamento recibió o heredó sus creencias fundamentales de la iglesia del Antiguo Testamento. Aceptó la ley de Dios como regla y estilo de vida. Jesús sabía que algunos pensarían que había venido para reemplazar, anular o cambiar las enseñanzas del Antiguo Testamento y la ley, por eso dijo: "No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir" (Mat. 5:17).

Al igual que la iglesia del Antiguo Testamento, la iglesia de los tiempos del Nuevo Testamento amaba y reverenciaba la ley de Dios. Pablo declaró: "Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios" (Rom. 7:22).

La iglesia del Nuevo Testamento tuvo el privilegio de tener entre ella, en forma humana, al Señor de la gloria. Desafortunadamente, muchos de los miembros de la iglesia del Nuevo Testamento, aunque estudiaban las Escrituras, estaban tan rodeados de paredes de tradición, que erraron al no aceptar a Jesús como el Salvador del mundo. Los apóstoles continuaron predicando el mensaje de que "en ningún otro hay salvación: porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos" (Hech. 4:12).

La iglesia apostólica fue organizada luego de la ascensión de Cristo, y el apóstol Santiago llegó a ser el primer presidente general. La iglesia tenía un fuerte programa de evangelización. Además de los doce, encontramos a Pablo, quizás el más grande evangelista de todos los tiempos, y a Bernabé, Silas, Juan Marcos, Apolos, Timoteo, Tito, etc. Los diáconos fueron elegidos también como oficiales (dirigentes o funcionarios ejecutivos) de la iglesia apostólica.

La sede central u oficinas de la iglesia primitiva estaban en Jerusalén, pero los apóstoles y maestros habían recibido la orden de ir "por todo el mundo" y predicar "el evangelio a toda criatura" (Marc. 16:15). Esos oficiales de la iglesia primitiva escribieron por inspiración divina los evangelios y las epístolas, no sólo para beneficio de la iglesia de sus días, sino también para la iglesia cristiana de los siglos venideros. Pocas semanas después de haber ascendido el Señor a los cielos, los miembros de la iglesia del Nuevo Testamento comenzaron a sufrir persecuciones. Los discípulos fueron encarcelados, y Esteban fue el primer mártir. A medida que el cristianismo se difundía por el imperio romano, la iglesia entraba en contacto con el paganismo y los seguidores de Jesús eran muchas veces encarcelados, torturados y muertos.

La época más oscura de la persecución se extendió del año 100 al 300 de nuestra era. Pero como la espada no logró exterminar a la iglesia cristiana, el enemigo de las almas utilizó otro método de ataque: Intentó unir la iglesia y el estado, haciéndola popular e introduciendo en ella ritos y ceremonias paganas. Así se fueron infiltrando, poco a poco, falsas enseñanzas. Y a medida que los cristianos se iban haciendo ricos y poderosos, tanto en el mundo de los negocios como en el gobierno, la fe primitiva, pura y sencilla, se fue perdiendo. En el año 476 las tribus bárbaras del norte derribaron al imperio romano y en la lucha que siguió la cabeza de la iglesia que estaba en Roma, conocida como el obispo de Roma, se engrandeció y se convirtió en cabeza de toda la iglesia.

La Biblia no fue colocada en las manos de los miembros de la iglesia, en parte porque en esos tiempos sólo existían copias manuscritas, pero principalmente porque los que dirigían la iglesia tenían temor de que la gente estudiara las Sagradas Escrituras y descubriera que algunas doctrinas de la iglesia, tal como la de la inmortalidad del alma, la adoración de los santos, la existencia del purgatorio y la observancia del domingo, no habían sido enseñadas por el Señor Jesucristo.

La iglesia Católica Romana sostiene que fue ella quien cambió el día de adoración del sábado, séptimo día de la semana, por el domingo, primer día de la semana. La historia y la Biblia muestran que la observancia del domingo como institución cristiana, provino del paganismo introducido en la iglesia. A pesar del compromiso con el error y la apostasía que se introdujo en la iglesia, hubo siempre un grupo o remanente fiel que tenía la fe de Jesús y guardaba los mandamientos de Dios.